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El crimen contra uno mismo

Performances que pienso, y sus inspiraciones. Performance de Madame Bovary buscando algo en su bolso.
He soñado que ocultaba las pruebas de un crimen en el rincón de la basura, ese rincón feo, descuidado, con tuberías, maloliente, a veces un poco sucio. No era propiamente el rincón de la basura, sino los bajos de un mueble difícilmente accesibles. Las pruebas eran papeles, los dejaba ahí; sabía que si los descubrían yo estaría descubierta. Y algo más, ese algo que, cuando recordamos un sueño a la mañana siguiente, nunca logramos aprehender… Qué era, qué…  Cierro los ojos para recordar… Había alguien más, pero mientras yo colocaba los papeles ahí abajo estaba sola, y no recuerdo lo otro.

Me despierto y me duele la zona donde sé que tengo el corazón. Empiezo a hacer como siempre que he querido interpretar sueños: con qué crimen asocio el crimen del sueño, qué crimen puedo haber cometido (leí un buen fragmento de La interpretación de los sueños, aquellos libros rosas y negros que luego le vendí a mi hermana pero que al final quedaron en mi librería;  entonces no era un discurso pseudocientífico, entonces se suponía que Freud era “el discurso serio”). Asocio; el único crimen que se me ocurre es el crimen contra mí misma.

A bandazos me salgo de Freud. Sigo asociando conmigo misma, crimen contra mí misma versus suicidio. El suicidio, aquello que se comete en estado de tristeza y desesperación, el suicidio más prevalente en los jóvenes universitarios que en los otros (leí hace unos años) -porque, me dije, la muestra está sesgada: los universitarios son, ya de partida, más sumisos a la autoridad, más desvinculados de sí mismos etc. El crimen contra uno mismo: un concepto que debería instituirse en este mundo académico que se caracteriza por…

De este crimen habla Lorca, en la fábula y rueda de los tres amigos: uno, se perdió así. Otro, se perdió asá. El otro, de aquella otra manera. Y también habla en referencia a un niño al que vio jugar en las últimas escaleritas de la misa. Del crimen contra uno mismo sabemos todos: sabes tú, sé yo. Tú eras… Yo era… y nos fuimos dejando por el camino, sin afán suicida, sólo con afán criminal, llenos de excitación lesiva, la excitación que nos hace integrarnos en el juego comunal y, repito, perdernos a nosotros mismos. El crimen contra uno mismo.

Adopta múltiples formas: el que se ata a un negocio y, así, en esa “felicidad del negocio”, se mata a sí mismo. El que se vincula a una persona que, hombre o mujer, le asfixia, le asfixia, pero ahí sigue. El que se junta a unas rutinas que le pueden, y no puede salir de ellas. El atado a unas ideas, el que se mira al espejo y dice: “no, éste no puedo ser yo”, irreconocible, no porque se haya decepcionado, sólo porque ha pasado el tiempo y aquel que era él ha dejado de serlo para siempre, todas y cada una de sus células renovadas (como sabemos que ocurre), y no sé qué fue de mí. Al parecer, éste ha sido mi sueño de esta noche: “te estás matando”, me dice el sueño.

Las motivaciones últimas de  mi sueño, lo veo ya claramente ahora, están en mi día de ayer. El spam del Alzheimer, que llega impunemente a mi correo (¡impertinentemente!), para recordarme que la muerte puede alcanzarme viva, y para hacer que reviva la idea de que ayudar a la vida viene antes que ayudar a la muerte, refriegas horrendas que tiene que librar mi criterio. Muerte. El litio que me ayuda, realizando de nuevo lo que considero una perturbación en mi cerebro, mientras que, paradójicamente, considero libertad el que sea modificado por el café… porque llevo días sin tomar café (la droga por excelencia de nuestra civilización, la que nos activa las mañanas productivas y nos prepara para el consumo de ideas y de cosas llenándonos de ansiedad por las tardes). Muerte. Los vértigos, antesala de otra enfermedad, antesalas todas ellas de la muerte. El agobio en escalera de los estudios, el fin del tiempo mío, muerte de nuevo. La presión de los colectivos profesionales para que sigas el Main Stream (en el caso de ayer, con la visita a la exposición de Sakiko Nomura, con la capacidad de crítica que he forjado, que me separa y me junta, como siempre y a la vez, de todos los demás).

Pero, por encima de todo, me late el corazón por ese texto que me tengo que leer muy a mi pesar, porque primero, una definición errática de ideología desde la perspectiva de Marx; segundo, otra vez el caduco psicoanálisis llamando a mi telefonillo, distribuyendo folletos explicativos del bien y del mal. Muerte, muerte y muerte. ¿Es falsable Freud? No. ¿Qué sabía Freud del litio? Nada. ¿Qué fuentes cita? Más bien pocas, que yo recuerde… ¿Qué me va a aportar? Tedio. Esto, quedándome en el texto; y, mirando su contexto, justo ahora, cuando me dejo de pelear con el entorno virtual “por prescripción facultativa”, me asesino a mí misma escogiendo asignaturas con cuyos corpus teóricos NO voy a estar de acuerdo. No puedo afrontar otro semestre con dificultades importantes. Tengo que descansar. Estoy procediendo a asesinarme a mí misma en este contexto de manía en el que vivo. No voy a poder escribir sobre lo que ahora me interesa, que es lo que considero el área en disputa, que es la tecnificación y el mundo digital y la guerra y los libros a medias que tengo y la categorización de las imágenes y el arte digital y la etología y el lenguaje.

¿Para qué estudio?, me pregunto aún en la cama, y miro la hora a ver si ya puedo levantarme a hacer esta entrada. ¿Para qué estudié psicología? Estudié psicología, y detesto el psicoanálisis. Considero que la neurociencia se ha tomado prerrogativas injustificadas y reaccionarias, centrándose en el sujeto y justificando así que el objeto sea intocable, como cuando las compis de orientación untaban psicología positiva y conformismo en esos panoramas sangrantes de lo más duro, psicología positiva que las legitimaba en su “hacer poco” y servir menos que nada, servir para mantener lo inmantenible. Pienso que el DSM-5 se está cayendo a trozos. Entonces, me pregunto, ¿qué sé de psicología, y para qué estudio ahora?

Pues  (y esto es lo que, finalmente, tengo que decir, y lo que me hace levantarme de la cama) lo que me mueve a estudiar es la necesidad de falsar, como decía Popper. Es una legítima “falsación de estar por casa” la que hago. Sé con certeza lo que no es, lo cual me facilita seguir buscando lo que es en los lugares adecuados. Por eso sé que, pese a no encontrar (para nada) la verdad de nada, no me estoy equivocando en mi método. Busco en los curriculos oficiales de las cosas, me aproximo a los que saben: no porque ellos sepan, sino porque son los portavoces de esos saberes conjuntos construidos en la Historia humana. Me pregunto por el arte y, vale, me voy separando del statu quo del arte como me separo del de la psicología, desde dentro. Erradico los prejuicios, los miedos y las falsas reverencias.

Y aquí sigo, en peligro de muerte siempre porque vivir es estar en peligro de muerte, jugando fuerte, apostando mucho, con mi pequeño corazón a cuestas latiendo esta mañana porque ha dado voz a un sueño feo, esperando (otra vez) un período de exigencia en el que, como Neruda cuando se olvida de ella pensando en ella (no encuentro el poema), me olvidaré de mis cosas pensando en alimentarlas bien con estas otras cosas que a ver qué me deparan. Reinando en todo el panorama, lo que tiene que prevalecer: la confianza. Confío, confío y confío. Porque tú, yo, los políticos, éstos, aquéllos, todos estamos en el mismo barco. Y porque la confianza no es falsable, es un previo indispensable.

Muy cuestionada. Rebatida. Ridiculizada. En riesgo. Criminal. Rebuscando en mi bolso, siempre. Patética, como cuando se me cayó la cuajada dentro. Criminal de mí misma.
Criminales de nosotros mismos o no, muertos del todo no estamos, así que seguimos intentando trazar caminos que merezcan la pena siempre, en todo momento y hasta el último segundo.

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Fuente: Madame Bovary y la escena, repetida y significativa, del bolso, para significar, como siempre, la situación del sujeto como mujer. El bolso y yo, el bolso que se me cae, el bolso en el que se me caen cosas, el bolso del que se me cae algo, el bolso incógnito, el bolso misterioso, el bolso con pinturas, el bolso con pañuelo usado.

 En el Prólogo, al hablar de la heroína, reconoce que tiene «todas las gracias del héroe», «sublime en su especie, en su pequeño mundo, frente a su pequeño horizonte». Se pregunta qué es lo que la absuelve. Y la respuesta: «Emma Bovary persigue un ideal». En la La Orgía Perpetua de Mario Vargas Llosa, porque en esta obra crítica sobre Flaubert y Madame Bovary el lector podrá encontrar todo lo necesario para conocer y apreciar mejor la novela. Podríamos hablar de su actualidad, incluso en el tema, de su modernidad, porque esta búsqueda del ideal, su inconformismo de la vida cotidiana, «esa desazón inaprensible» (Primera Parte, capítulo VII) de Emma no es ajena a nuestra vida actual, con su estrés, sus adicciones, su consumismo o su gasto excesivo de fármacos o de psiquiatras. La civilización occidental creó los libros de caballerías y la novela romántica. ¿Durante cuántos siglos la influencia de los libros de caballerías siguió viva en el alma de tantos Quijotes? Cabría preguntarse ahora: ¿durante cuántos siglos va a permanecer viva la influencia de las novelas románticas en el alma de tantas Emma Bovary? Pero es además, y quizás antes que nada, la belleza del texto la que nos sigue conmoviendo. ¿El lector de hoy podría también hacerla pasar por la prueba del ritmo y de la musicalidad leyendo en voz alta las bellísimas frases de Flaubert aun en su traducción al español? Como dice Vargas Llosa, el lector puede sufrir leyendo esta novela, y añade: «Sí, pero ¡cuánto placer!».

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